Chad C. Pecknold | 04 de abril de 2020
Traducimos este artículo de Chad C. Pecknold que analiza la crisis del coronavirus a través del libro «Creación y pecado» del cardenal Joseph Ratzinger.
¿Podemos pensar ahora en algo más aparte de en las estadísticas de la pandemia, los estantes vacíos, cierres de colegios, eventos pospuestos y este estado mundial de emergencia? Mientras que algunos permanecen en las diversas fases de la negación y otros padecen la fiebre del pánico existencial, la mayoría de nosotros estamos en casa tratando de descubrir cómo podemos educar a nuestros hijos en el hogar, hacer nuestro trabajo, evitar el contagio y aguantar la incierta sentencia de este confinamiento inesperado.
En muchas conversaciones escuchamos que nos hallamos en “un terreno inexplorado”. Y es cierto en el sentido de que la mayoría de nosotros nunca hemos experimentado este tipo de desorientación que ha irrumpido en la vida cotidiana. Podemos leer la historia de las pandemias de 1918 o 1957, pero son ajenas a nuestra experiencia. Nos han sacado de la senda de nuestros hábitos diarios y estamos desubicados. Todo cuanto parecía sólido de repente parece inestable. Lo único seguro ahora es que debemos hablar sobre el coronavirus.
Curiosamente, todo esto se nos ha echado encima durante el tiempo de Cuaresma —una especie de páramo en la Iglesia a semejanza de los cuarenta días y cuarenta noches de Cristo en las tentaciones del desierto, y del inhóspito exilio del propio Israel. Muchas iglesias estaban cerradas el domingo. Se celebraron misas sin los fieles. La plaza de San Pedro está vacía. En todas partes los cristianos se encuentran a sí mismos no solo guardando el distanciamiento social, sino también alejados físicamente del culto sagrado y de la comunión sacramental. De alguna manera, los cristianos de esta Cuaresma son como Israel en el exilio de Babilonia, privados de su tierra y de su templo. Así que he intentado evadirme un poco del coronavirus, para hacer un retiro en torno al significado del exilio del antiguo Israel.
En su famosa colección de homilías sobre la Creación y el Pecado Original, Creación y pecado, el cardenal Joseph Ratzinger dice que Israel “se preocupó mucho de los sufrimientos y esperanzas de su historia”, pero que no fue hasta su exilio en Babilonia cuando la reflexión en torno a la Creación cristalizó como una cuestión principal. Al igual que muchos cristianos hoy, los antiguos israelitas en Babilonia estaban abrumados por un temor casi insalvable; se habían alterado todos los límites, lo central ya no se sostenía, no había tierra debajo de sus pies, ni una nube sagrada sobre sus cabezas. Se encontraban en el exilio y temerosos de que todas sus fragilidades quedaran gradualmente sobrepasadas. Como señala Ratzinger, se trataba de algo “inconcebible”.
A partir de esa desesperación del exilio, los profetas le mostraron a Israel que su Dios no era como otros dioses; “Él era el Dios que dominaba sobre cada tierra y cada pueblo”. Él era el Dios que no solo creaba la tierra bajo de los pies de los hombres, sino todo lo que se ve y lo que no se ve. Dios había creado todo cuanto hay en el cielo y en la tierra. Dios era la tierra firme bajo los hombres, así como su refugio.
Pero esta fe consciente y auténtica permaneció recluida, por así decirlo, dentro de las puertas de Babilonia. Babilonia tenía sus propios ritos de la Creación en el Enuma Elish, que representaba cómo el mundo había surgido de una pugna entre poderes enfrentados. Al principio, apareció Marduk, el dios de la luz, que cortó en dos al dragón primigenio a fin de separar el cielo y la tierra, creando al ser humano a partir de la sangre del dragón. Tal como advierte Ratzinger: “En el origen mismo del mundo hay algo siniestro acechando, y en lo más profundo de la condición humana yace algo rebelde, demoníaco y perverso. En esta visión de las cosas solo un dictador, el rey de Babilonia, puede reprimir lo demoníaco y restaurar el mundo dentro del orden”.
El exilio de Babilonia es, por lo tanto, un enclaustramiento teológico para la fe de Israel, y supone también una tentación en el desierto. Y es que la fe de Israel se enfrentaba a estos mitos paganos. El mundo no había surgido del caos y del conflicto, sino que “había surgido de la Razón de Dios y reposaba en la Palabra de Dios”. Por lo tanto, Ratzinger denomina al relato israelita de la Creación como la decisiva “Ilustración”.
La Ilustración de Israel también contrasta con nuestra moderna Ilustración, que generalmente ve el mal y el sufrimiento como prueba de que no podemos depender de Dios. El laicista se burla de la oración por considerarla irracional, irrelevante, ineficaz y, a fin de cuentas, irresponsable. Sin embargo, resulta implícito en su burla otro tipo de fe: una fe babilónica.
Como nos enseña san Agustín, Dios no es la causa de ningún mal; el mal no es más que la privación del bien
El relato laicista de la Creación también supone para nosotros, cristianos y judíos, una reclusión. No es exactamente lo mismo que el relato babilónico, pero guarda ciertas semejanzas. Considera que el mundo tiende a la entropía, por lo que cada crisis es una especie de pérdida total de la que nunca nos recuperaremos. Dentro de la perspectiva propia del enclaustramiento laicista, el punto central nunca se sostiene porque no hay Logos que mantenga unido todo el cosmos. El mundo carece de rumbo, y depende de nosotros construir el mundo, conservarlo, mantenerlo a resguardo de la siniestra entropía que acecha en su interior. Todo se “maneja” por azar o con esquemas, sin que ni lo uno ni lo otro pueda explicar la razonabilidad de la Creación, ni tampoco se tenga en cuenta la creencia israelita de que —citando otra vez a Ratzinger— “la Creación está orientada hacia el sábado”.
Por lo tanto, no debe sorprender que en una época secularizada nos sintamos constantemente fatigados y vulnerables, sin tierra ni templo. Sentimos el pánico de esta pandemia como si se tratase de un enclaustramiento babilónico. Sin embargo, el cristiano debe dar testimonio de una fe diferente. Nuestra interpretación de la Creación es la misma que la del antiguo Israel en el exilio. Como san Agustín decía, Dios creó el mundo, y lo mantiene por medio de su Palabra eterna. Sin posible punto de comparación con la fe babilónica, la Creación no es caótica ni caprichosa, sino que está medida, ordenada y sopesada: la Creación resulta razonable y tiene un propósito. Y también el sufrimiento tiene un propósito.
Esta última afirmación es la que la perspectiva propia de esta época secularizada rechaza con mayor ahínco. El enclaustramiento babilónico le enseña al mundo que el mal y el sufrimiento vacían de sentido nuestra fe en Dios, ya que un Dios que no puede contener el sufrimiento no es, de ninguna manera, Dios. Solo la “ciencia” puede ayudar. Pero una fe de este tipo resulta evidentemente vacía y perdida. Deja a las personas sin esperanza ni propósito, sin tierra ni templo.
Como nos enseña san Agustín, Dios no es la causa de ningún mal; el mal no es más que la privación del bien. Dios ha hecho al mundo “muy bueno”. Sin embargo, debido a nuestro pecado original, Dios permite el sufrimiento —lo cual no es un límite del propio Dios, según pretende la fe laicista— precisamente para revelar su amor y respeto por sus criaturas, en tanto que muestra de su propia imagen. Así como Dios a través de Jesucristo puede sacar el bien más superabundante a partir del mal, también nos ha hecho capaces de extraer, por su gracia, el bien a partir de los males temporales.
De esta forma, la fe de Israel en la Creación, que también es la fe de la Iglesia, lleva consigo una doctrina de la providencia. Dios ha creado el mundo y lo gobierna. Esta es la fe que se abre paso a través de la oscuridad de Babilonia y del miedo al apocalipsis. El cristiano encara el sufrimiento de manera diferente porque contempla al Creador y la Creación a través de la Palabra hecha carne, a través de Cristo crucificado, a través de la esperanza en el Señor resucitado, que es nuestro camino y nuestra meta.
Me he acordado de la anciana santa Mónica, que hizo un largo y peligroso viaje desde el norte de África hasta Milán para reunirse con su hijo, el cual acababa de convertirse en Orador oficial de la Corte Imperial en esa ciudad. El viaje fue tan peligroso que incluso los marineros a cargo del barco estaban acongojados y sin saber si podrían arribar a puerto. Agustín nos cuenta que, si bien los navegantes experimentados suelen ser quienes reconfortan y tranquilizan a los pasajeros atemorizados en mitad de un peligro mortal, fue su vulnerable madre la que “mantuvo la moral de los marineros” y les prometió que “llegarían sanos y salvos a puerto”. Tal es el testimonio de los santos en tiempos de tribulación. No te recluyas en la fe babilónica. Sé como santa Mónica.
Las celebraciones religiosas se han suspendido en toda Italia, pero los templos permanecen abiertos para la oración. En estos momentos de temor e incertidumbre, hay un espacio para la reflexión y la contemplación.
La soledad del papa Francisco ante una plaza de San Pedro desierta y lluviosa refuerza su mensaje: abrazar la esperanza y reconocer nuestra fragilidad.